
Como escenografía de una escena clase b de cine independiente. El fondo transcurría, a lo largo del viaje, como pintura barata, como patrones de similitud constante. Aunque, en sí, cada repetición poseía su detalle variado independientemente. Intentar enfocarse en un cuadro, por más pequeño que fuese, era tarea de monjes. Por más que hubieran afiches del Octubre Rojo, o de la Revolución Bolchevique en la argentina de los pingüinos, nada me sorprendería en ese momento.
Dentro del vehículo, se desenvolvía un mundo totalmente aislado. Las personas, danzando en la superficie, se movían de una manera tan hipnótica que era de no creer.
Se extiende horas, minutos, segundos. Me reduje a un cáctus, una planta inerte, un adoquín.
El hombre de adelante abre la ventana bruscamente. El viento arrebata mi amorfa cabellera (era de los peinados que frecuentaba, de hecho, lo es). De repente, me siento afuera. Un lecho invisible me sostenía, venciendo a la gravedad.
El foco de atención se traslada al espacio exterior al colectivo. Toda acción sería evadida por mi mirada, mi atención y razonamiento. Podía verme esperando el colectivo con ese pelado de la parada. O aguardar a que el kiosquero me atienda, porque la chica está comprando puchos.
El viaje de vuelta a mi casa puede ser toda una expedición, no?
Uy, me pasé de parada…